En la lengua wayuunaiki, el idioma del pueblo wayuu no existe una palabra para «cambio climático». Quizás porque, para ellos, la lucha contra la inclemencia del clima es una batalla ancestral, librada desde tiempos inmemoriales en el corazón de uno de los desiertos más implacables del mundo. En esa batalla, un humilde frijol aparece como un héroe silencioso, un símbolo de resiliencia frente a la adversidad.
Los Wayuu han navegado durante siglos los desafíos de uno de los climas más inhóspitos del mundo. La Guajira, su territorio ancestral, se extiende por el extremo norte de Sudamérica continental, en la frontera entre Colombia y Venezuela. Este vasto paisaje desértico, que abarca 20.848 kilómetros cuadrados, tiene un tamaño comparable al de El Salvador o Eslovenia.
Esta región, donde los bosques secos y las arenas del desierto se encuentran con el turquesa del mar Caribe, es conocido por ser uno de los entornos más duros y áridos de la región, con un sol implacable, fuertes vientos, escasas precipitaciones y pocas fuentes de agua, con temperaturas que oscilan entre los 35 y los 40 grados Celsius durante todo el año.
Frente a tal adversidad, donde no es fácil cultivar alimentos, un aliado clave es una variedad única de caupí, el frijol kapeshuna, o más conocido como el frijol guajiro (Vigna unguiculata L.), llamado así por la región seca donde prospera.
Esta legumbre extraordinaria, cultivada durante incontables generaciones y transmitida de familia en familia como una reliquia preciada, es mucho más que un simple sustento para los wayuu, cuya población actual supera las 600 000 personas. Representa una profunda conexión con sus ancestros, un símbolo de resiliencia y un hilo vital en el tapiz de su identidad cultural y espiritual.
«El frijol guajirito es muy importante para nosotros porque crece rápido: en 45-50 días ya lo podemos cosechar. También aguanta mucho calor y condiciones secas, y hasta inundaciones porque tiene raíces muy profundas«, dice Manuel Montiel, de la comunidad de Ipasharrain, en la región media de La Guajira, Colombia.
Como él mismo cuenta, este increíble frijol, con su ciclo de crecimiento único, que produce una primera cosecha en tres meses y luego continúa produciendo hasta ocho, ofrece un suministro constante de alimentos incluso cuando las lluvias son escasas.
Manuel camina tranquilamente encima de las plantas de un color verde intenso que contrasta con el paisaje. «Tranquilos, no pasa nada», dice con una sonrisa, «el frijol guajirito es duro como el pueblo wayuu, entre más lo pisas más fuerte se hace».
Su mirada recorre las hileras de plantas, buscando las vainas que asoman entre el follaje. Las hay de un verde intenso, otras de un marrón terroso y algunas incluso con matices violáceos. «Cada color nos habla de la madurez del frijol», explica, mientras selecciona con cuidado un puñado y se las entrega a su hermana, su esposa y su hija. Ellas, junto con las demás mujeres de la comunidad, se encargarán de transformar este humilde frijol en un festín de sabores en la cocina comunal de su ranchería.
El frijol «guajirito», como lo llaman cariñosamente, es notablemente adaptable. No solo es resistente y capaz de ser consumido en cualquier etapa de su crecimiento, sino que también es saciante y nutritivo debido a su alto contenido en proteínas, minerales y fibra.
«Lo sembramos porque es ‘pesado’, lo que significa que permite a la gente sentirse llena más tiempo. Así que este alimento es lo que les damos a nuestros hijos y a toda la familia, y nos permite estar nutridos. También podemos preparar muchas recetas con él», explica Ana Griselda González.
Por ejemplo, está la shapulana, una sopa hecha con frijoles guajiros, cebo de chivo y maíz amarillo. Una de sus preparaciones favoritas, dice mientras sostiene un plato, es cocinar los frijoles dentro de su vaina y acompañarlos con un poco de queso de cabra.
Tradicionalmente, las mujeres wayuu, guardianas de la sabiduría ancestral en sus clanes matrilineales donde desempeñan un papel destacado en la toma de decisiones, seleccionan y conservan meticulosamente las semillas más grandes y saludables del frijol guajiro después de cada cosecha, asegurando la continuación de este cultivo vital.
Mientras los hombres preparan los campos, surcando cuidadosamente la tierra seca, las mujeres y los niños los siguen, esparciendo las preciosas semillas, cada una de ellas una promesa de sustento futuro. La siembra es un símbolo de comunidad y patrimonio compartido, que fortalece los lazos sociales a medida que las familias y los vecinos se unen en cada ranchería.
También está entrelazada con sus creencias espirituales, con sueños y premoniciones que guían su cultivo y uso en tratamientos medicinales, asegurando el bienestar de sus seres queridos.
«Estamos muy agradecidos de tener todos estos alimentos que tenemos ahora. Antes, estábamos a merced de esperar la lluvia para poder sembrar o hasta para tomar agua. Ahora tenemos un pozo y comida durante todo el año. Pero hasta cuando la situación era grave, el frijol guajiro era nuestra principal fuente de alimento, y alimentaba a mis antepasados que no tenían nada de lo que tenemos ahora», explica Ana, demostrando cómo también se puede comer el frijol verde y crudo, como un ‘’snack’’.
Resiliencia ancestral puesta a prueba por el cambio climático
Durante siglos, los wayuu han sobrevivido viviendo en pequeñas comunidades conocidas como rancherías a lo largo de La Guajira, pastoreando cabras, recolectando frutos silvestres del bosque seco tropical circundante, cazando, pescando y sembrando los pocos cultivos que resisten el terreno agreste en sus huertos familiares, especialmente el frijol guajiro, dependiendo de las provisiones almacenadas durante los largos meses sin cosecha.
Tradicionalmente, los agricultores, como los ancestros de Ana, alineaban el cultivo de frijoles guajiros con el ritmo predecible de las estaciones lluviosas y secas. Esta forma de vida comenzó a verse afectada hace más de dos décadas, y a pesar de su notable resiliencia para superar desafíos, desde un clima naturalmente difícil hasta disparidades socioeconómicas como infraestructura limitada y acceso deficiente a servicios básicos, los wayuu ahora enfrentan una amenaza sin precedentes para su seguridad alimentaria.
Varios eventos de El Niño, junto con otros factores climáticos exacerbados por el cambio climático, están alterando los patrones de lluvia en La Guajira, provocando sequías aún más intensas e impredecibles. Esto ha afectado gravemente la agricultura tradicional de los wayuu, y en muchos casos, los ha obligado a abandonar sus tierras y buscar trabajo en las ciudades.
«Hace veinte años, cuando sabíamos cuándo venían las lluvias, guardábamos comida para nuestros animales, y nos duraba hasta el próximo invierno, pero ahora los animales en otras comunidades se están muriendo porque las plantas comienzan a marchitarse temprano, y la lluvia no llega cuando se supone que debe llegar», describe Manuel.
Entre 2012 y 2016, una sequía implacable se apoderó de La Guajira, dejando una profunda herida en la región. Más de 900.000 personas, entre ellas cerca de 450.000 wayuu, vieron cómo sus vidas se desmoronaban ante la falta de agua. El hambre se convirtió en una amenaza constante, trayendo consigo la desnutrición, las enfermedades y la muerte de los más pequeños. Los campos se secaron, las semillas se perdieron y el ganado, un pilar económico para los wayuu, murió en masa. Los embates de El Niño y La Niña en los últimos años no han dado tregua, y hoy, hasta un 67% de los indígenas wayuu sufre de inseguridad alimentaria, según cifras oficiales.
En este contexto, la comunidad de Ipasharrain, hogar de Ana, Manuel y otras 52 familias wayuu, es una de las más de 50 comunidades que se han beneficiado de una iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y sus socios. Este esfuerzo, establecido en respuesta a las recientes crisis alimentarias y migratorias en la región, ha transformado el paisaje desértico, creando refugios verdes que muchos consideran verdaderos oasis.
Para afrontar la escasez de lluvias, la comunidad ha implementado un sistema de riego que utiliza bombas de energía limpia para extraer agua de un pozo subterráneo que fue recuperado. De esta manera, media hectárea de tierra se destina ahora al cultivo de alimentos, asegurando el sustento de la comunidad incluso en épocas de sequía. Este sistema, sumado a otras medidas de adaptación al cambio climático promovidas por la FAO, ha fortalecido la resiliencia de la comunidad.
Antes estaban a merced de un cielo que podía permanecer seco durante nueve meses o más. Ahora cultivan un próspero campo comunitario o «Centro Demostrativo Comunitario – CDC»
En estos Centros, los técnicos de la FAO colaboran con la comunidad, adaptando las prácticas agrícolas a las nuevas condiciones climáticas, sin dejar de lado la cultura y las tradiciones wayuu. Se trata de empoderar a los residentes para que se conviertan en los principales agentes en la rehabilitación de sus sistemas agrícolas. Por ejemplo, un técnico en cocina que habla el idioma wayuu y entiende su cultura y prácticas alimentarias, le enseña cómo preparar comidas seguras y nutritivas, conservar los ingredientes durante períodos más largos e incorporar nuevas recetas y prácticas alimentarias sostenibles.
En estos espacios se reconoce la importancia del conocimiento que los wayuu han acumulado durante siglos sobre su entorno y sus formas de cultivar la tierra. Este conocimiento ancestral, junto con sus prácticas tradicionales, se integra en las estrategias para adaptarse al cambio climático.
Uniendo conocimiento tradicional e innovación a través de SCALA
Para fortalecer aún más este enfoque de adaptación basado en la comunidad, el programa Ambición Climática para Mejorar el Uso de la Tierra y la Agricultura mediante Contribuciones Determinadas a nivel Nacional y Planes Nacionales de Adaptación (SCALA por sus siglas en inglés)de la FAO y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), financiado por el Ministerio de Medio Ambiente de Alemania, trabaja actualmente para mejorar la resiliencia de los wayuu frente a condiciones climáticas cada vez más extremas, incorporando prácticas tradicionales y sobre todo, resaltando la agrobiodiversidad.
“Procuramos tener un diálogo entre este conocimiento que se genera en las ciencias del clima y de la meteorología y de cambio climático, con el saber que tienen las comunidades», explica Jorge Gutiérrez, coordinador del programa SCALA en Colombia. Él enfatiza que, si bien los wayuu son expertos en manejar su territorio durante las sequías, ahora enfrentan numerosos desafíos incluso cuando llega la lluvia, ya que a veces esta causa inundaciones inesperadas, lo que exige nuevas medidas de adaptación.
En general, la adaptación a los efectos actuales y previstos del cambio climático incluye realizar cambios en la infraestructura, las instituciones, los comportamientos y los entornos naturales para reducir la vulnerabilidad y aumentar la resiliencia. SCALA trabaja precisamente en estos temas con más de una docena de países en América Latina, África y Asia, con el objetivo de identificar e implementar soluciones transformadoras que puedan adaptarse a los contextos locales y ampliarse de manera más general para abordar los desafíos climáticos, socioeconómicos, de seguridad alimentaria y otros desafíos en todos los países y regiones.
Las sequías se han intensificado, y cuando finalmente llegan las lluvias, también traen consigo problemas para las comunidades. Las precipitaciones intensas pueden dañar los cultivos, provocar enfermedades en los animales y favorecer la proliferación de hongos debido al exceso de humedad. Por ello, desde el proyecto SCALA nos hemos enfocado en identificar prácticas que mejoren la disponibilidad de agua y la calidad del suelo, para asegurar la producción sostenible de alimentos», dice Jorge.»
Por ejemplo, reconociendo la dependencia de los wayuu de las lluvias, SCALA, en trabajo conjunto con el Gobierno de Bélgica, Ayuda Humanitaria de Alemania y el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural de Colombia, ayudó a optimizar los pozos existentes y crear reservorios de agua para permitir el riego por microgoteo, utilizando un mínimo de agua por día.
«Es un proceso colaborativo de prueba y error con cada comunidad. Trabajamos juntos para comprender la profundidad de siembra y los cultivos adecuados según las condiciones del suelo. Al resolver esto, podemos distribuir varios cultivos a lo largo del año, lo que permite la siembra durante todo el año en lugar de limitarse a los dos o tres meses de lluvia», agrega Jorge.
«Otro aspecto crucial es la agrobiodiversidad. Reconocer los tipos de semillas, plantas y alimentos que tiene cada comunidad es vital para la adaptación al cambio climático. Hemos identificado varios alimentos clave, pero uno destaca: el frijol guajiro. Es un frijol rastrero que crece cerca del suelo, es resistente a la sequía y las inundaciones, y prospera en suelos enriquecidos incluso contra las plagas», explica el experto de la FAO.
En términos de manejo del suelo, los wayuu, tradicionalmente pastores de cabras, ahora saben como preparar “caprinaza” o estiércol de cabra mezclado con minerales, cenizas e hidroretenedores para enriquecer su suelo y proporcionar nutrientes esenciales para los cultivos y las semillas locales.
Esta profunda comprensión del ciclo de nutrientes y la conexión entre el suelo, el agua y las semillas es lo que permite a la comunidad tener alimentos disponibles durante todo el año, destaca el experto.
«Estamos reviviendo el conocimiento tradicional sobre la tierra a través de semillas locales que también son resilientes. Este diálogo comunidad- semillas asegura que los niños en este territorio, que desafortunadamente han experimentado grandes desafíos en los últimos años, verán mejoras en sus condiciones nutricionales y alimentarias«.
El impacto del proyecto ha sido tan significativo que, gracias a las nuevas prácticas adaptativas, algunas comunidades ahora incluso tienen un excedente de frijoles guajiros para vender o intercambiar.
«Cuando la FAO ya no esté aquí, confiaremos en que tengan todo el ciclo: nutrientes, semillas, semilleros, viveros y gestión del agua a lo largo del tiempo, entretejidos en su vida diaria. Este ha sido un desafío significativo pero gratificante, y creemos que puede ser replicado por otras comunidades y países, ya que estos elementos universales se pueden encontrar en cualquier comunidad», concluye Jorge.
Viviendo una esperanza renovada
En la comunidad wayuu de Ipanama, a 40 minutos hacia el sur de Riohacha, la capital de La Guajira en Colombia, Sandra Medina, la líder elegida por su comunidad para construir un nuevo Centro Demostrativo Comunitario, da una cálida bienvenida a un grupo de técnicos de la FAO, la mayoría de los cuales también son wayuu.
Sandra, también maestra de la escuela local, conoce de cerca las dificultades que su gente, y lo ve a través de sus propios alumnos muchos de los cuales aún asisten a clases con hambre. Ella misma experimentó esa misma situación cuando era niña, caminando cinco kilómetros de ida y vuelta a la escuela en aquella época, con el estómago vacío. Ahora, años después, enseña en la escuela que fue finalmente construida dentro de su comunidad, con la esperanza de brindar un futuro mejor a las nuevas generaciones.
«Sabía que tenía que irme para estudiar», recuerda Sandra con nostalgia. «Veía las necesidades de mi gente y sentía que debía hacer algo por ellos. Siempre me prometí que regresaría y usaría lo aprendido para cambiar las cosas».
Y así lo está haciendo. Ahora, junto a la FAO y su comunidad, trabaja para construir un futuro mejor. «Antes guardábamos semillas con ilusión”, confiesa Sandra con tristeza, “pero el cambio climático nos ha robado la lluvia y la posibilidad de sembrar. Ahora, estamos construyendo algo nuevo, algo que nos devuelve la esperanza».
Las familias de Ipanama se organizan para preparar la tierra. Con ayuda de SCALA y los socios estratégicos del programa, instalan sistemas de riego, cavan hoyos para las semillas y enriquecen el suelo con abonos naturales.
«Nunca antes habíamos usado la caprinaza (estiércol de cabra) así», explica Sandra. «Teníamos este recurso, pero no conocíamos su valor. Este conocimiento es vital para nuestra comunidad; nos ayuda a mantener el don de la siembra que nos dieron nuestros antepasados«.
Los jardines de hierbas y los viveros de cultivos, recién instalados, son un reflejo de la esperanza renovada de Ipanama. Las pequeñas plantas, cuidadosamente regadas y protegidas del sol por las mujeres de la comunidad, ya comienzan a brotar, anunciando una cosecha que alimentará a las familias y fortalecerá sus lazos con la tierra.
«Solo cultivábamos frijoles, maíz, ahuyama, a veces la patilla (sandía), como nuestros antepasados», dice Sandra. «Albahaca, cilantro, berenjena, tomate, todo esto es nuevo para nosotros. Estamos tan ilusionados de aprender más», dice mientras le sonríe a María Alejandra Epiayú, la técnica de cocina wayuu de la FAO que está ayudando a la comunidad a aprovechar los productos para hacer recetas nuevas y saludables.
La adopción por parte del pueblo wayuu de los cultivos recién introducidos demuestra el poder de la agrobiodiversidad en acción. Esta diversificación no solo mejora su seguridad alimentaria al proporcionar un amortiguador contra las crisis climáticas, sino que también les permite mejorar su nutrición y bienestar económico. Además, refuerza su conexión con la tierra y su conocimiento ancestral, creando un sistema agroalimentario sostenible y resiliente frente a un clima cambiante.
La comunidad espera impulsar su economía, cultivar diferentes productos para el autoconsumo y comerciar con otros. También están creando un banco de forraje para sus animales, que también han sufrido el duro clima.
«Siempre diré y expresaré mi gratitud por la intervención de la FAO. Espero que así como están aquí en nuestro territorio, puedan llegar a más comunidades, ya que las necesidades y los efectos debidos al cambio climático no solo se ven aquí, sino en todos los espacios y territorios ancestrales».
Después de solo tres meses, sus esfuerzos han dado frutos, y la hectárea de tierra previamente árida, ahora está floreciendo con verde.
Colombia, acción climática y agrobiodiversidad
Colombia, el tercer país más poblado de América Latina, cuenta con una rica biodiversidad, albergando cerca del 10 por ciento de las especies del planeta. El cambio climático representa una amenaza significativa para sus frágiles ecosistemas, exacerbando la degradación de la tierra e impactando la calidad del agua y la producción agrícola. La agricultura, que empleaba al 15,8 por ciento de la población en 2019, es particularmente vulnerable a los eventos inducidos por el clima como La Niña, caracterizada por ciclos de sequía y lluvias intensas.
Colombia ha demostrado su compromiso para abordar el cambio climático a través de ambiciosas metas de mitigación y adaptación descritas en su Contribución Determinada a Nivel Nacional (NDC) y Planes Nacionales de Adaptación (NAP). Si bien contribuye solo con el 0,56 por ciento de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, el país apunta a reducir sus emisiones en un 51% en comparación con los niveles proyectados para 2030. El sector agrícola, responsable del 71,3% de las emisiones nacionales, desempeñará un papel clave en el logro de este objetivo a través de estrategias enfocadas en reducir las emisiones en la producción de cacao, arroz, café, plantaciones forestales y ganado.
Además de los esfuerzos de mitigación, Colombia prioriza la adaptación a través de iniciativas como el programa SCALA, que se basa en esfuerzos previos como el Programa NAP-Ag.
El programa SCALA en Colombia también está documentando y sistematizando activamente el conocimiento tradicional para la adaptación al cambio climático en varias regiones. Esta iniciativa de «Prácticas y Técnicas Territoriales Tradicionales» tiene como objetivo capturar 15 de estas prácticas en diversas regiones como el Caribe, el Pacífico, los Andes, la Orinoquia y la Amazonía. El objetivo final es integrar este valioso conocimiento local en los planes de acción nacionales, asegurando que las estrategias de adaptación al clima incorporen efectivamente la sabiduría y las prácticas de los pueblos indígenas y las comunidades locales. El cultivo de frijoles guajiros por el pueblo wayuu es una de estas iniciativas.
«En 2023, entre 713 y 757 millones de personas sufrieron hambre, y unos 2.330 millones de personas, el 28,9 por ciento de la población mundial, enfrentaron inseguridad alimentaria moderada o grave, lo que significa que pasaron un día o más sin comer. Esta cifra se ha mantenido casi sin cambios en los últimos tres años, en parte debido al cambio climático, que ha provocado eventos extremos cada vez más frecuentes y graves, que afectan la producción de alimentos y los medios de vida», afirma Agustín Zimmermann, Representante de la FAO en Colombia.
“Estamos comprometidos a contribuir a la alineación de las agendas de biodiversidad y cambio climático con las iniciativas de desarrollo rural y paz. A través de proyectos concretos, nuestro objetivo es dotar a las comunidades de las capacidades para incorporar y aplicar una visión integral para los sistemas agroalimentarios», explica.
Las soluciones de los sistemas agroalimentarios son soluciones climáticas, de biodiversidad y de la tierra
«Sin las soluciones que nos brinda la transformación de nuestros sistemas agrícolas y alimentarios, simplemente no será posible alcanzar las aspiraciones globales de biodiversidad y cambio climático o, de hecho, las metas de neutralidad en la degradación de la tierra que los países se han fijado», explica Kaveh Zahedi, Director de la Oficina de Clima, Biodiversidad y Medio Ambiente de la FAO. «Necesitamos asegurarnos de que el financiamiento fluya para ampliar las soluciones del sistema agroalimentario que pueden traer estos múltiples beneficios».
Esta historia es parte de una serie de tres partes sobre soluciones climáticas, de biodiversidad y de la tierra en Colombia. Desde los paisajes áridos de La Guajira, donde el programa SCALA de la FAO apoya la resiliencia climática y la seguridad alimentaria, nos trasladamos hasta la selva amazónica, donde un proyecto del Fondo Verde para el Clima de la FAO lucha contra la deforestación. Finalmente, exploraremos la costa del Pacífico, un lugar donde una iniciativa apoyada por el Fondo para el Medio Ambiente Mundial está trabajando para conservar la rica biodiversidad y al mismo tiempo contribuir a la búsqueda de la paz.